Viaje al origen
– Qué faena lo de tu viejo.
– Bueno. Al final no ha sido para tanto.
– Pero te has perdido el viaje, tío. Cuatro países en Interraíl. ¡Hemos salido todas las noches! ¡Una locura! Me callo; no quiero darte envidia.
– Ya te digo que no lo he pasado mal.
– Pero te obligó a ir con él a… ¿Dónde era?
– Navarra. Al Valle de Roncal.
– Y todo por un peta. ¿Estaba muy cabreado?
– Al principio sí. Me dijo que le había decepcionado, que no se esperaba eso y… Ya sabes, me prohibió ir al viaje. Pero luego hemos estado bien.
– ¿De verdad?
– Sí, tío. Hicimos una travesía de cinco días por el Pirineo. Los dos solos. Al principio pasaba de hablarle pero… en realidad, mola. Sabe cómo se llaman las cumbres; reconoce las aves por su forma de volar; se orienta observando el musgo de los robles; y diferencia las setas venenosas de las que no lo son. Caminábamos durante toda la mañana, a veces también por la tarde, y cuando llegábamos a algún ibón, dejábamos las mochilas, nos quitábamos las ropa y corríamos a sumergirnos. Una pasada. ¿Sabes que son de origen glaciar? El agua de esos lagos está tan helada que sientes los pies como si fueran de cristal. Crees que se te van a romper. Pero lo más alucinante de la travesía fue el Tributo de las Tres Vacas.
– ¿Eso es una fiesta?
– Es una tradición. En la piedra de San Martín, en lo alto de un collado majestuoso, se juntan las gentes de dos valles: las del Roncal y las de otro que está en Francia, al otro lado del Pirineo. Hasta allí suben caminando con tres vacas que los franceses entregan a los roncaleses.
– ¿Y eso por qué?
– Porque se lo deben. Es un tributo por dejarles usar sus pastos. Mi padre dijo que era el tratado más antiguo de Europa. Luego hay una fiesta y todo el pueblo canta, come queso y bebe vino. Es muy chulo.
– Suena bien. Y el queso me flipa.
– Pues alucinarías con este. Conocí a un pastor, un tío muy legal que tiene un rebaño de ovejas latxas, ya sabes, esas que tienen el pelo muy largo. Todos los días las ordeña, y después, con esa leche hace un queso riquísimo que vende en el caserío y en las ferias de los pueblos de la montaña. Nosotros hicimos dos, dos de los más pequeños, de los de medio kilo.
– ¿Tú hiciste queso?
– Así es. Y no se me da mal. El secreto está en prensarlo bien, dejarlo en el molde bien encajado y luego esperar a que madure. Mi viejo dice que volveremos en unos meses para ver cómo nos ha quedado.
– Yo quiero probarlo.
– Ya te daré un trozo. Víctor dijo…
– ¿Quién es Víctor?
– El pastor. Dijo que en cuatro meses estaría. Tiene una perra, la Neska, que es increíble. Es un perro pastor y nos hizo una demostración de cómo agrupa a las ovejas, cómo las lleva hasta el corral, cómo cuida de los corderos…
– Me encantaría tener un perro.
– Y a mi. Pero mi padre dice que es una pena traer un perro así a Madrid. Si vieras a la Neska corriendo por esas laderas tan verdes… Daba envidia verla. Feliz, libre.
– A mi no me gustaría vivir en un pueblo.
– No sé tío. A mi tampoco me gustaba, pero de verdad que el viaje ha sido guay. Te sientes pequeño en esas montañas que llevan en pie siglos. Son unos paisajes impresionantes. Por la noche, salíamos del refugio a dormir bajo las estrellas y tenía la sensación de que terminarían descolgándose sobre nuestras cabezas. En lo alto de las cumbres las ves tan cerca… Es por la contaminación lumínica. Nos pasábamos horas mirando el carro.
– ¿Qué carro?
– La constelación de la Osa Mayor. ¿Sabes? Yo creo que allí la gente vive bien. Hacen queso, elaboran mermeladas con frutos silvestres. Otros cortan la madera, hacen carbón o siembran plantas medicinales. Pero mi padre dice que es muy dura la vida en el monte, que poco a poco esos sitios se van despoblando. Y da pena.
– Sí. Mi madre dice que los años más felices de su vida fueron los que pasó en su pueblo, en Guadalajara. Si el año que viene vas a Roncal, te acompaño.
– Estaría guay. Y a lo mejor hasta podemos ver al Jauna Gorri.
– ¿A quién?
– Ya le conocerás. Cuéntame ahora qué tal tu viaje.